¿Qué? ¿Qué el celeste no
es etéreo?
Entonces Dios bajó del
cielo, con su caminar pausado, su ilustre bastón quebrajado por los trastes de
la infinita eternidad y desplazándose con una plácida paciencia capaz de de
volver loco al santiaguino más relajado.
El hereje, intrépido y
lánguido como lagartija, tenía la faz blanca y yacía lívido en el suelo de azufre. Las fumarolas
daban un aspecto fantástico sacado de una historieta o de la peor pesadilla del
papa. Dios movió al hombre con su bastón. Salió vapor. Se oyeron las súplicas de perdón. No pasó
nada. El divino estaba inquieto, su
trabajo se tornó una interrogante ¿cómo otorgarte perdón? Hoy me juzgan a mí. No
bajé por ti la verdad. Todos pueden enamorarse, a mi no se me está permitido.
La Maldición del
supremo se ponía en evidencia y repentinamente era reducido y denigrado por risas demoniacas de unos
cuantos entes monstruosos. Subió al mundo común y corriente, miró. Nadie le
reconoció. Se lamentó de sentir. Volvió a subir y se sentó a esperar la otra
eternidad. Ojalá fuera más dulce.
2011
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